lunes, 22 de diciembre de 2008


Por: Cara de Cuy

Viajamos de Chile en Marzo de 1988, me acuerdo que estaba muy contento de viajar. Mis amigos me envidiaban ya que yo no necesitaba ir a clases como ellos. Los colegios en Chile empiezan el año estudiantil en marzo y yo el perla me pegaría un viaje a Europa. El calor en esa fecha era y es fastidiosa. Me acuerdo muy bien del día que viajamos de Santiago. Hacían 35 grados de calor y mi mamá ya me había puesto la ropa que llevaría puesta en el viaje y con la que llegaría a Estocolmo. Quiere decir un par de pantalones de cotelé, un yérsey de lana, dos pares de calcetines y zapatillas Tigres compradas para la ocasión. Las zapatillas Tigres eran negras con dos franjas rojas, traían unas tachuelas que servían muy bien cuando jugaba a la pelota. Esas zapatillas además de ser de plástico, traían al parecer hongos incorporados ya que el olor era insoportable cuando uno se las quitaba.

Ese día fue terrible, lloré como nunca en mi vida, me daba mucha pena dejar a mi abuelo. En ese momento sentí que estaba dejando algo muy valioso, la angustia de estar a punto de desaparecer entre las nubes y tal vez nunca más volver a ver a ese hombre penetraba intensamente en mi alma.

Mí abuelo era un personaje muy especial, era una especie de evangélico comunista, de esos rojos que se dan vuelta cuando le ofrecen la palabra del señor. Yo lo acompañé muchas veces a sus encuentros evangélicos, pero me daba mucho miedo cuando la gente se tiraba al suelo y empezaba a botar espuma por la boca y a decir cosas en otra lengua. Recuerdo especialmente una vez, cuando una señora se movía como robot y todos en la asamblea gritaban: “…gloria dios, gloria a dios, gloria dios para siempre…”, mientras que de su boca salía una baba que regaba a todos los que estaban cerca de ella, “amen, amen” gritaba la gente y las panderetas de fondo golpeaban como alabando el orgasmo que esta señora al parecer tuvo en el piso del templo.

Mi abuelo cojeaba de una pierna, caminaba como un pirata con una pata de palo. No recuerdo muy bien cómo llegó a ese estado, pero al parecer había tenido un accidente cuando él era joven. El pie cojo era más grueso que el otro, esto debido al vendaje y el líquido acumulado en ella. Cada vez que se quitaba la venda salía de unos agujeros un líquido verdoso y un olor insoportable a pudrición. A mi me gustaba ver cuando él limpiaba su pierna y apretaba los poros para vaciarlos del liquido, siempre esperaba ansioso que salieran de las aberturas unos gusanos u otros bichos raros.

Yo no sé a que edad uno entra a la pubertad, pero yo a los once años ya experimentaba un par de cosas. Por eso cuando entre en el avión y divisé a las azafatas sentí unas delicadas e inocentes convulsiones en mi entrepiernas. No se puede comparar el pensamiento erótico de ese entonces con el de ahora. A los once años no dejaba de mirarles las piernas a las azafatas, pero nada más. Ahora es diferente. Les veo las piernas y por mi mente pasan miles de pensamientos eróticos, me imagino haciéndole el amor a todas, a una en el cockpit, a otra sobre una ala, a otra en el baño pequeño o sobre el carro de la comida.

El día del viaje descubrí que las azafatas eran como mis amigos me lo habían dicho, todas eran “rubias y ricas”, con “piernas largas y perfectas”, durante ese viaje me lo pasé literalmente en las nubes. No me explicaba de dónde las sacaban a esas mujeres de pasarela, en mi barrio nunca vi a una chilena de esa naturaleza.

(Continuará...)

domingo, 9 de noviembre de 2008

Por: Cara de Cuy

A mis once años no pensé nunca que viajaría a otro país y menos a un país como Suecia, tan remoto a lo que yo conocía como mundo. Mi mundo a esa edad consistía de un amigo fanático por la caza de pájaros y lagartijas. Este chico era gordo, con lentes y unos frenillos que intentaban enderezar unos dientes de color oscuro, desteñidos al parecer por su alimentación que aparentemente consistía de excremento, el tufo que salía de esa boca descompuesta era terrible. Este chico recorría todos los cerros habidos y por haber en busca de sus animales, esas pobres víctimas permanecían semanas enteras cautivadas bajo condiciones precarias y sin alimento. Yo siempre lo acompañaba en sus hazañas, me sorprendía la terrible brutalidad escondida bajo su apariencia anormal. Las lagartijas las atrapaba con teatina, a esta paja le hacía en la punta una especie de nudo de horca. La finura que le aplicaba al instrumento de caza era impresionante, minuciosamente pasaba la punta de la paja entre nudos perfectos para que en el momento de la cacería nada fallara. Después que atrapaba una lagartija le cortaba la cola y observaba como esta seguía revolviéndose, eso era el clímax para él. Su brutalidad no le permitía ser piadoso y por eso después que la cola dejaba de bailar apedreaba el cadáver o terminaba quemándolo. El destino de los pájaros era más terrible ya que estos después de ser atrapados pasaban días sin alimento y agua. Para los pájaros la muerte llegaba paulatinamente y el gordo disfrutaba vehemente el momento en cuando las aves terminaban de respirar. Después de eso no había tiempo para velatorios y cosas por el estilo, arrojaba los pájaros sobre una fogata y salía nuevamente con su trampa por los cerros. Ahora con un poco de conocimiento sobre las personas les puedo asegurar que era un retardado mental y que la obsesión de cautivar animales y torturarlos era un desquite contra su mundo insuficiente.

Nunca entendí su obsesión de ser mi amigo, yo no lo trataba muy bien, hasta le maté un perro. Un día jugando a la pelota en un camino costero ubicado sobre un acantilado a doscientos metros de altura, el quiltro en un acto claramente desequilibrado salió detrás de la pelota que iba en dirección al abismo, y como la pelota iba tan rápido el can no alcanzo a frenar. Seguramente golpeó un par de veces en las rocas para después dar en el mar. Dicen que los perros se parecen mucho a sus dueños, en este caso creo que era así.

Este gordo era un subordinado y me servía como mensajero cuando quería engrupirme a la chica más codiciada del barrio. Ella tenía el pelo rubio y unos ojos marrones que brillaban cada vez que me miraba. Ella absorbía toda mi energía, me pasaba todo el día atontado esperando que pasara por frente de mi casa (bueno, no sé si se le puede llamar casa a un departamento de treinta metros cuadrados). Salía a comprar el pan o cualquier mandado de mi madre para toparme con ella. Le escribía cartas donde le declaraba abiertamente mi amor, lloraba a escondidas por la ansiedad de tener que dormir y no poder estar cerca de ella y sentir ese aroma dulce que la rodeaba. Seguramente también estaba enamorada de mí, pero eso nunca lo llegué a saber, ya que el viaje a Suecia distorsionó toda mí vida y no alcancé a concluir con mis cosas pendientes.

Después de unos años volví a verla y les puedo asegurar que no era muy encantadora y me arrepentí mucho de esa vez que me agarré a manotazos con un cachetón del barrio que según él sabía karate y que estaba dispuesto a quitarme a la mina del suburbio. Ahora viejo no sabría decir si este imbécil dominaba ese arte marcial, pero les puedo asegurar que la tunda fue en grande, me sacaron la cresta.

Cuando le contaba al guatón sobre el viaje no sabía explicarles donde quedaba Suecia, siempre confundía Suecia con Suiza. Lo único que le decía: “queda a la chucha”, eso si que quede muy asombrado cuando descubrí que no quedaba “a la chucha” sino más allá.

viernes, 17 de octubre de 2008



Por:Jorge Rubio C.

Sentado en la misma silla de siempre. Los brazos acodados sobre la mesa, en el lugar de siempre, solo, mirando el televisor a esa hora de la mañana, como todas las mañanas a esa misma hora. El vapor que subía desde su taza le inundaba el rostro y llenaba sus pulmones con el aroma a café. Permaneció un rato así, deleitándose con ese olor y el calor que le entregaba el vapor. En el televisor transcurrían una sucesión de imágenes que le eran ajenas; lo único importante era la hora que aparecía en un rincón de la pantalla: las 6.49. Tomó la taza con ambas manos cubriéndola totalmente y la llevó hasta su boca y bebió un pequeño sorbo. Aún estaba caliente, pero la mantuvo entre sus manos sosteniéndola delante de su cara y se cobijó en su calor. Sopló el café y bebió un nuevo sorbo.

Una abertura en la cortina de la ventana le mostraba la madrugada, ese tiempo triste que señalaba el inicio de un nuevo día. Las imágenes multicolores transcurrían en la pantalla acompañadas de las voces mínimas de la pareja de animadores que lo invitaban a sumergirse en aquella vorágine. Él mantenía su mirada, fija, sin horizonte, más allá del televisor y de aquella ventana. Lo único que percibía era el calor en sus manos y el aroma del café. Las 6.53.

La soledad de aquella pieza fría no la atenuaban los objetos fastuosos, inanimados, que colgaban de las paredes, ni las plantas raras ni los muebles caros. En algún rincón de esa pieza colgaba su galvano por “35 años de servicio a la Empresa y al País”. La soledad era su única compañía. Las 6.55. Apuró su café y dejó la taza en el platillo, suavemente. Lentamente se levantó de la silla y con cuidado tomó los utensilios, sin ruido, y caminó hasta la cocina y lavó la taza, el platillo, la cuchara y el cuchillo. Volvió a la mesa y amontonó las migas de pan que se habían esparcido sobre el mantel y con su mano derecha las empujó sobre la izquierda. Todo debía quedar limpio y ordenado. Se dirigió luego a la cocina donde tiró las migas a un recipiente pequeño y sacudiéndose las manos, golpeándolas una contra otra, muy despacio, volvió y miró la pantalla: las 6.57. El bus que lo llevaría a su lugar de trabajo estaba ya pronto a pasar por una calle cercana. Se encaminó a su dormitorio y desde un closet extrajo su parka y con ella en un brazo volvió al comedor. Mirando la pantalla se calzó la parka y se abrigó. Las 7.00. Desde alguna pieza se escapó el leve crujido de una cama. Su esposa dormía, plácidamente, el sol tardío la motivaría a levantarse. Sus hijos quizás dormían también, ya casi no los veía, vivían mundos diferentes.

Desde la distancia apagó el televisor. Apoyó su mano derecha sobre el interruptor de la luz en la pared al momento que daba una última mirada a la mesa: todo en orden. Apagó las luces. Salió y abrió la reja metálica. Los tres autos estaban en los lugares acostumbrados: la familia estaba en casa. Suavemente cerró la reja con la llave. Se ajustó el cuello de la parka y encaminó sus pasos hacia la calle en busca del paradero. Atrás quedaba la casa vacía.


El sonido del teléfono lo sacó de su ensimismamiento. Era temprano. Levantó el fono ilusionado con escuchar su voz.
------Don Juanito, se me pegó el papel en la impresora.
Era ella. Su voz le llegó dulce y perentoria a la vez. Se levantó de su escritorio y caminó hasta una oficina contigua. Miró a ambos lados del pasillo para cerciorarse que no había nadie cerca. Al llegar detuvo su mano, indeciso, antes de golpear la puerta. Finalmente golpeó, suavemente, y se quedó esperando su voz. Sintió que su respiración se agitaba. Ella no respondió, pero él entendió. Esperó un momento, trató de calmarse y volvió a golpear.
Sabía que estaba adentro porque había luz en la oficina. No le gustaba entrar sin avisar, aunque tenía claro que ella sabía que él estaba ahí.

Abrió y la vio. Ahí estaba, sentada en su escritorio, con la barbilla apoyada en sus manos juntas y la mirada fija en la pared. Al verlo simuló ordenar papeles.
---- ¿Puedo pasar?---, le preguntó.
Permaneció parado en el marco de la puerta con una mano asiendo la manilla. Esperó.
Ella le dio la espalda y se metió al computador. Deslizó el mouse sobre la mesa como buscando algo en sus archivos.
---. “Debe tener algún trabajo urgente”, se consoló.
--- ¿Va a estar ahí toda la mañana?, le dijo ella, sin mirarlo.--- ¡Cierre la puerta, que me congelo!
Entró y cerró.
Sintió en el ambiente su perfume, la fragancia que emanaba de aquella colonia que él le había regalado. Se deleitó observando su pelo que caía sobre sus hombros, dejando ver parte de su cuello. Caminó hasta la ventana de aquella oficina e intentó mirar el paisaje.
----Está mudo hoy----, le dijo ella, sin mirarlo, mientras hacía danzar sus dedos sobre las teclas.
----- ¿Sacaste la hoja?----, preguntó él
No hubo respuesta.---- ¿Sacaste la hoja?, volvió a preguntar, con un leve aumento de la voz.
El teclado se detuvo un instante. Sus manos quedaron quietas.
---- ¿Qué dice?---, preguntó ella, haciendo un leve giro de su cabeza.
----Te pregunto si sacaste la hoja.
Ella mantuvo por un instante sus manos quietas y un breve silencio.----Ah, eso…, y siguió digitando.

Él la contemplaba mientras ella recorría con su mirada la pantalla. Buscaba su rostro en el reflejo del cristal. Veía sus dedos bailar sobre las teclas, sin compás. Aquellas manos suaves, ocasionalmente, era todo cuanto tenía de ella, cuando le permitía tomarlas y abrigarlas con las suyas.
----- ¡No me gusta que me miren cuando trabajo!
Con torpeza y temor corrió una silla y se sentó al frente del escritorio. Movía sus pies, inquietos. Finalmente tomó un lápiz desde la mesa y jugó con él.---- ¿Cómo estuvo ese fin de semana?, le preguntó.
Ella se volvió y abrió un cajón del escritorio. Extrajo un cuaderno y lo puso en la mesa. Ahora, por fin, lo miró, directamente: ---- Páseme el lápiz.
Él contempló su rostro y fijó la vista en aquellos ojos brillantes.
---- ¡Qué me pase el lápiz!
Extendió la mano con el lápiz. Ella lo tomó, sin mirarlo. Sintió, muy suavemente, el roce de su mano en la suya y su cuerpo se estremeció.
---- ¿Cómo estuvo ese fin de semana?, volvió a preguntar, aunque más que una pregunta era sólo una excusa para decir algo. Siempre ocurría igual. Ese juego de mostrarse indiferente con él ya lo conocía. Él lo aceptaba como el costo de aquella relación.
---- Ah, muy bien, muy bien; de película.
Él la contemplaba directamente a los ojos. Ya había logrado captar su atención y ahora podía saciarse en aquellos ojos verdes que lo cautivaban.
---- Fuimos con mi pololo a comer, a un pub, vimos una película,….eso.
Volvió a meter sus manos en el cajón, esquivando su mirada.
--- ¿Y usted, cómo estuvo?
Él conocía ese tono en su voz y ella sabía la respuesta. Era parte de su juego. Ambos sabían lo bastante de sus vidas para saber cómo transcurrían los días en ellos.
---- Estás más linda que nunca, le respondió.
Ella tomó el cuaderno con ambas manos y lo golpeó, una y otra vez, suavemente, con el canto sobre la mesa.
---- Yo no le pregunté eso, no cambie el tema.
Ahora era él quien rehuía la mirada. Jugó con la argolla en su mano izquierda, intentando arrancarla desde su dedo. ---- Tú sabes como son mis fines de semana---, le dijo.

Ella tomó su cartera, que él le había regalado en su último cumpleaños, y extrajo un pequeño estuche metálico. Lo abrió y lo puso en frente de su cara. Con sus dedos recorrió sus cejas, su nariz para, finalmente, fijar su atención en un punto imaginario de su barbilla. Desde otra estuche tomó un lápiz labial y repasó la pintura de sus labios. Los apretaba mirándose en el pequeño espejo. Sabía el efecto que causaba en él ese juego de seducción. Variaba la posición de su rostro frente al espejo retocándose aquí y allá. Ya no era tan joven, pero aún conservaba la belleza en su rostro.

Él desde su ubicación la contemplaba y fijó su atención por un segundo en su pecho que dejaba ver el inicio de aquellos tesoros prohibidos.
---- ¿Para qué te arreglas tanto?---, preguntó.
Ella siguió en ese juego con el espejo. Mientras se masajeaba los párpados le respondió:
---- Una nunca sabe, con tanto jote que anda suelto.
Continuó con su acicalamiento. En su rostro se dibujaba la complacencia. Apretó sus labios, fuertemente, y los volvió a abrir y los estiró en un círculo rojo, ofreciéndolos, casi regalándole un beso.
----- No tengo mucho trabajo hoy día, puedo acompañarte un rato…. si quieres---, dijo él.
Ahora se arreglaba el pelo, con una mano y luego con la otra. Se miraba al espejo de frente, de perfil y deslizaba su mano por su frente, ordenando ese mechón que tanto le gustaba. Tomó desde su cartera un pequeño pañuelo blanco y con un extremo se repasó el borde de sus ojos, indiferente.
---- La vida suya, don Juan, que le sobra el tiempo y puede hacer lo que quiera.
Volvió a escarbar en donde más le dolía, en esa herida eterna que debía soportar, atrapado en una vida plana, ya sin motivos. La miró, buscando atrapar su mirada
----- Tú sabes que no puedo hacer lo que quiera.
Ella cerró el espejo y lo dejó sobre el escritorio. Tomó su cartera, indecisa, en un gesto que más bien pretendía esconder su mirada-----Porque usted no quiere no más poh, don Juan.

Se sintió triste al recorrer la monótona corriente de sus días, aferrándose a su inalterable existencia. Era el tono de su voz más que sus palabras lo que lo hería, profundamente. Inclinó su cabeza y se frotó las manos. Su voz sonó paternal, como un ruego.
---- Tú sabes como son mis cosas, lo hemos conversado varias veces.
Ella guardó el espejo en la cartera. Corrió el cierre y la sostuvo entre sus manos, al momento que lo miraba directamente a los ojos.
---- Pero sus cosas no son las mías, don Juan; también eso lo hemos conversado, varias veces.

Él acercó aun más su silla a la mesa y se aproximó a ella. Buscó su mirada con la suya y vio que sus ojos eran tan hermosos y profundos como siempre, pero él notó que estaban abrumados, quizás por la fatiga… o por alguna pena. Intentó un acercamiento con sus manos, y le dijo, sin emoción en la voz: ----Los dos sabemos de nuestras cosas, varias veces lo hemos conversado.
Ambos se sentían atrapados por sus propias circunstancias: Ella, una mujer a quien ya se le escapaba la juventud, aunque aún conservaba su belleza, prisionera de una vida lánguida, a quien la vida se le fue quedando atrapada en la cotidianeidad y que, sin embargo logró refugiarse en ese trabajo, que no le aportaba más que lo necesario para subsistir. Él, por su parte, buscó evadir el vacío del hogar que ya no le alimentaba el espíritu, e intentó llenar su vida y su mente en el trabajo, y se fue enredando en la rutina y ese sentimiento de culpa que aparece en quien entregó sus mejores años a saciar la ansias de tener. Finalmente, se quedó sin nada.

----Usted no sabe nada de mis cosas, don Juan----. Volvió a tomar el cuaderno e intentó hojearlo.
Finalmente, lo golpeó una, dos, tres veces con el canto sobre la mesa, y le dijo: ---- Yo no sé porqué insiste en lo mismo.
Él tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su voz: ---- Tú sabes que nosotros nos acompañamos bien.
---- No necesito su compañía, don Juan. Usted tiene a quién acompañar y quien le acompañe.
Se sintió desarraigado, una vez más, como siempre le ocurría, en un aspecto que no tenía que ver con su trabajo, sentía que estaba insatisfecho con su vida. Le gustaría decirle que estaba satisfecho. La verdad era que tan sólo estaba resignado.
----- Déjame estar un rato contigo, mientras trabajas; ya te dije que no tengo mucho que hacer.
----- ¡Cómo se le ocurre! Yo no necesito su compañía, don Juan. ¡No me gusta que esté aquí!
Ambos guardaron silencio por un rato, que se hizo incómodo para los dos. Finalmente ella fue quien buscó su mirada.---- Yo no quiero ser su dama de compañía, don Juan.
Él agachó su cabeza y jugó con la argolla entre sus manos. Sin mirarla le dijo: ---- ¿Quieres que me vaya?
---- Yo no puedo pedirle eso, don Juan, usted lo sabe. Usted es el jefe aquí, yo soy sólo una contratista.
---- No me digas esas cosas----, dijo él, con los ojos muy brillantes. ----Tú sabes que éso no es así.
---- No quiero que venga a verme más, don Juan; venga sólo por cosas de trabajo.
Él recordó los breves momentos compartidos con ella, cuando la cobijó en sus propios momentos de dificultad y como lo fue aceptando en este juego que le brindaba a él un remanso, una pequeña luz, en la monotonía de cada día.
---- Lo nuestro siempre fue algo lindo, le dijo él.
---- Eso que usted llama “lo nuestro” nunca fue nada, don Juan. ¿De dónde sacó eso?
El llevó su mirada a un costado de donde estaba ella, y la mantuvo por largo rato ahí.
Ella giró levemente su cabeza y siguió su mirada y descubrió su fin: la impresora la condenaba
Ella volvió la vista hacia la mesa y volvió a apoyar su mentón en sus manos juntas.
Ambos permanecieron un momento en silencio. Finalmente fue ella quien rompió el silencio:
---No pierda más su tiempo aquí, don Juan.

Él perdió su mirada a través de la ventana y permaneció allí un momento, meditando, quizás buscando alguna respuesta. ----Para mi no existe el tiempo, ----le dijo.--- No distingo entre un día y otro; para mí son todos los días iguales.
Ella acompañó el sentimiento de él, y en ese instante encontró la respuesta. Ella sabía que este juego había ido ocurriendo muy lentamente, pero también sabía que no podía seguir para siempre. Dudó de acusarse a si misma por las consecuencia de este juego de a dos.
Él notó que a ella le brillaban los ojos y se sintió azorado cuando ella, lentamente, se inclinó hacia delante y acercó su rostro al suyo y le dijo, muy despacio: ---- Perdóneme, don Juan.

Ambos guardaron un silencio largo, meditando cada cual lo suyo. Él intentó mirar a través de la ventana, pero desistió. Volvió a mirarla a ella que ocultaba su rostro y dejó descansar su vista en su pelo y en sus manos. Finalmente fijó su mirada en la impresora. Se levantó de su asiento y tomando la silla la volvió a poner, suavemente, en su sitio. Encaminó sus pasos, lentamente, hacia la puerta. Abrió y antes de salir la miró por última vez. Ella mantenía su cabeza gacha. Salió y cerró.

Ya oscurecía esa tarde cuando el bus de regreso lo dejó en el paradero. Cobijado en su parka, con el cuello subido y las manos en los bolsillos se encaminó hasta su casa. Con su llave abrió la reja metálica. Entró y volvió a cerrar. Notó que los autos no estaban en el patio: la familia no estaba en casa.

Ya instalado en la cocina se preparó su café y lo trasladó hasta la mesa del comedor. Con el control remoto encendió el televisor a la distancia. Tomó la taza con ambas manos y bebió un sorbo corto. Mantuvo la taza ahí mientras trataba de atender las imágenes en la pantalla. Observó el teléfono a un costado de aquella pieza y pensó en llamar. Marcó su número. El aparato le respondió sólo con tonos de marcar. Colgó el fono y regresó a la mesa. Volvió a tomar la taza y un nuevo sorbo. Fijó su atención en el televisor por un instante pero su vista se escapaba hacia el teléfono. Volvió a marcar. Nuevamente escuchaba sólo tonos de marcar, una y otra vez. A punto ya de colgar sintió el ¡ Clik!. Su voz sonó impaciente: ¿Cómo estás?---, le preguntó.
---Bien, bien. Llegué hace poco rato.
¿Qué vas a hacer ahora?----, le preguntó.
---- Ahora voy a tomar once.
---- ¿Y después?
----Veré alguna película de la tele, no sé. Me acostaré temprano.
---- Nos vemos mañana, entonces----, le dijo él.
---- Sí, nos vemos mañana----, le respondió ella.
Dejó el teléfono en su sitio y volvió a la mesa. Intentó seguir las imágenes en el televisor. A través de la abertura en la cortina observó el inicio de una nueva noche.



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