domingo, 31 de octubre de 2010

LA PÁTETICA
CELEBRACIÓN

DEL BICENTEARIO EN CHILE
“El Chile que habitamos ha sido construido por sueños y utopías que han quedado en el olvido, oculto por la historia oficial. Grandes jornadas de lucha y miles de muertos anónimos durante doscientos años. Sin embargo, hoy se pretende erigir un país de espaldas a todas aquellas víctimas que dieron sus vidas por lo que no llegó a ser”.

Por: Jorge Rubio C.

Primera pata

El Bicentenario que se celebra, aún, este año en Chile, celebra un mito. Ninguno de los participantes de ese Cabildo de 1810 quiso que Chile fuera a partir de entonces un país independiente. La Independencia realmente se proclamó el día 12 de Febrero de 1818, en homenaje al triunfo del Ejército Libertador, encabezado por San Martín, sobre las tropas realistas, y no españolas, en la batalla de Chacabuco, febrero de 1817. Claro que no importó que al año siguiente las tropas realistas le rayaran la cancha al Ejército Libertador en la batalla de Cancha Rayada, marzo de 1818. Y bueno, el triunfo definitivo fue un mes después en la batalla de Maipú, el 5 de abril de 1818. Desde aquí comenzó realmente la independencia.

Segunda pata

¿Qué estamos celebrando en realidad?
El Bicentenario fue una perfecta concreción de los ideales de un gobierno de derecha, llámese esta Derecha o Concertación. Cada día durante muchos días nos repetían, hasta la saciedad, que todos los chilenos estamos unidos, como nunca se ha visto. Unidos bajo la misma bandera, el cóndor y el huemul. Como corolario de este nuevo Chile que apareció durante septiembre, en los actos oficiales aparecían los cuatro tomaditos de las manos: los ex Presidentes de la Concertación, más Piñera. Más que cuatro chilenos, de tomo y lomo, se parecían a los Huasos Quincheros, o a los Cuatro de Chile, para incluir la voz femenina, con sus trajes impecables. Claro, resulta obvio ver juntos a las castas que han dominado este país después del legado de Pinochet. Ellos sí que se veían muy unidos.
El Bicentenario empezó con la estupidez de juntar las estatuas de Bernardo O`Higgins y de José Miguel Carrera, ahí, frente a la casa de gobierno. Qué diría Carrera con esta unidad, de verse igualado con quien lo mando fusilar. Sólo una supina ignorancia o una extrema candidez pueden querer borrar, de una plumada, todas las luchas y rivalidades que han existido en nuestra historia. Quizás luego quieran juntar las estatuas de Frei y de Allende.

Para este Bicentenario se anunció, hace ya algunos años, por voz del pomposo Ricardo Lagos, el despegue definitivo hacia las Grandes Ligas, con el Puente del Canal Chacao, el Ferrocarril Rápido a Santiago, grandes obras de vialidad y, su obra magna, el Transantiago, que será orgullo de todos los chilenos. Al final, se instaló una gran bandera en un enorme mástil, diciendo que como gran cosa, era un récord mundial de tamaño y altura. Unas cuadras más allá, en el Penal El Manzano, al igual que en las cárceles de Temuco y Angol, los 34 comuneros mapuches atrapados, no 700 metros bajo tierra, sino que en las redes de la injusticia y la discriminación social, no celebraron el izamiento de la bandera ni cantaron nuestra canción nacional. Para ellos es posible que Chile sea la tumba de los libres, pero está muy lejos de ser el asilo contra la opresión. Ninguna autoridad política los visitó. En el día del cumpleaños de la Patria, la televisión no les concedió un solo minuto de atención. No recibieron ni portaron bandera alguna. Fueron ignorados los descendientes de aquellos a quienes Ercilla cantó como gente tan granada, tan soberbia, gallarda y belicosa, que no ha sido por rey jamás regida, ni a extranjero dominio sometida. Días después se inauguró la gran obra del Bicentenario: La Casa de la Cultura, que no es más ni menos que el edificio Diego Portales que se incendió años atrás, y que es el mismo que se construyó en el gobierno de Allende, donde se celebró la reunión de la UNCTAD, en 1972. El último día se efectuó el desfile naval en Valparaíso, donde se despliega la mentalidad militarista que invade la mente de los chilenos varios por parte de los nacionalistas. Todos miraban extasiados hacia el mar el paso de la Esmeralda. Nadie miró entonces hacia atrás, hacia el cerro Los Placeres, en Valparaíso, ese cerro donde vivía el cura Miguel Woodward; ese cura que fue torturado y asesinado, precisamente, en la Esmeralda

Tercera pata

El bicentenario que estamos celebrando no es del nacimiento de Chile como nación independiente. Ya lo dije, pero insisto, merece ser repetido. Se celebra la reunión del Cabildo abierto de Santiago, que jura fidelidad a Fernando VII. Punto.
¿Cuál es la tarea nacional chilena, entonces? ¿La aspiración a la independencia y a la libertad, o la complacencia y la sumisión a los mismos de siempre? El Chile que habitamos ha sido construido por sueños y utopías que han quedado en el olvido, oculto por la historia oficial. Grandes jornadas de lucha y miles de muertos anónimos durante doscientos años. Sin embargo, hoy se pretende erigir un país de espaldas a todas aquellas víctimas que dieron sus vidas por lo que no llegó a ser. Recuperar la memoria, es apropiarnos de nuestra historia de siglos, plagada de violencia, olvidos e injusticias. Esta memoria ha sido escrita por miles de anónimos mineros muertos en las luchas del salitre. Hace cien años miles de mineros del norte quedaron muertos en la pampa y en la escuela Santa María de Iquique. Cien años después quedan enterrados en la mina a 700 metros bajo tierra. Pero también por valientes campesinos acribillados tantas veces, ya sea en Ranquil o cualquier comunidad mapuche reclamando su dignidad. Por tantos compatriotas torturados o asesinados cruelmente por la codicia de unos pocos.
Era temprano esa mañana cuando se despertó. Al tiempo que se incorporaba en la cama alargó su brazo derecho hacia ese costado tanteando el reloj que dejaba en el velador. Su mano lo palpó y enseguida lo cogió. Al reincorporarse a la cama sintió que el reloj se le soltaba de la mano y caía al piso de madera. Instintivamente, pensó en levantarse y recogerlo, pero desistió. Recordó, entonces, que no era la primera vez que se le caía en este último tiempo. Y tampoco era sólo el reloj. Sus anteojos ya se habían dañado un par de veces al caerse de sus manos, y el lápiz que cada vez le costaba más sostenerlo. ¿Es sólo la mano derecha, o las dos? Intentó recordarlo. No sabía a qué se debía esa debilidad en sus manos, ni cuándo empezó.--- ¿O es sólo mi torpeza? No: soy bueno con mis manos. Siempre fui bueno con mis manos---, pensó. Lo único que sentía era esa molestia en los dedos al levantarse. También sabía que no era nada malo, sólo el frío, que pronto se quitaría. Nada era impedimento para hacer bien su trabajo. Siempre fue así, durante muchos años.

En la cortina de la ventana se empezaba a divisar la claridad que anunciaba un día soleado. Todo era silencio. A ratos llegaba hasta sus oídos el ruido de algún vehículo lejano. Recorrió con la mirada las manchas del techo, tantas veces recorridas y, por lo mismo, tan familiares. Por un momento jugó a hacer figuras con ellas hasta que, irremediablemente, como cada mañana, su pensamiento se escapó de aquella pieza y pensó en quienes habían sido sus compañeros de trabajo, en aquellos compañeros de muchos años, y su memoria trajo aquellas imágenes que se negaban a abandonar aquel rincón donde guardaba esa parte grande de su historia. Y recordó las tares compartidas entre la tertulia, cuando reían y reían. Aquellas largas conversaciones y discusiones, de cualquier cosa. Y siempre reían, agrupados después de la colación o a la hora del café. Más conversaban de fútbol, y organizaban partidos, y él jugaba siempre… o casi siempre. Trató de recordar cuándo ya no jugó más a la pelota. Quizás dejó de gustarle. No lo recordaba. Sus antiguos compañeros se fueron marchando, uno a uno. Aquellos con quienes compartió un camino común de tantas jornadas durante tanto tiempo, se fueron, dejando sólo un recuerdo en ese enorme vacío. Otros más jóvenes fueron llegando durante los últimos años y se fueron incorporando al trabajo, con otras costumbres y otros intereses, y ahora eran esas manos intrusas las que fueron ocupando los puestos y herramientas de quienes fueron sus compañeros de tantos años. Desde entonces las cosas no siguieron el cauce acostumbrado, algo invisible las torció. Ellos, ahora, conversaban de temas que él no conocía o no entendía. Quizás por eso guardaban silencio en su presencia. No recordaba cuándo empezó a sentirse solo.

Hace unos días se despertó, a la misma hora, y se levantó. Caminó unos pasos alrededor de la cama, miró por la ventana, y se volvió a acostar. Aquel fue el día en que tomó conciencia que ya no tenía que levantarse a trabajar. Ese primer día que sintió que algo le faltaba, que le habían cercenado una parte importante de su vida. Arropado en su cama trataba de eludir ese pensamiento mirando las manchas del techo, no obstante, sintió esa molestia en la garganta que le señalaba que ese sería el día más doloroso, porque sentía que ya no tenía el motivo de cada día y que le quitaban algo que siempre estuvo ahí. Él sabía que llegaría ese día, aunque se resistiera y no quisiera saber. Igual tenía que llegar.

Ahora se levanta cada día al amanecer. Recorre la casa y luego se asoma a una de las ventanas que miran a la calle y ve a la gente apurada a sus trabajos. Algunos corren. Él ya no sale a la calle como ellos y sólo los contempla desde su ventana. La mayoría de los días se queda en su dormitorio, sintiéndose desorientado y perdido. A veces se mete a la cocina, abre las puertas, los cajones, y observa su contenido y los cambia de posición y los vuelve a poner en su sitio al recordar que está invadiendo la existencia de otra persona.
Deambula por la casa, invariablemente. Desde la cocina camina hasta el comedor y luego sube al segundo piso y de nuevo hasta abajo, para acabar siempre en su habitación, sentado en la cama, mirándose las manos, y es cuando lo invade la nostalgia y echa de menos a sus compañeros de trabajo, y, más que nada, su trabajo.

¡Qué hacer entonces en esa casa extraña! Con esa mujer que lo critica, incansablemente: --- ¡Son recién las siete, y ya estás levantado! ¡Otra vez lo mismo! ¡No pongas eso ahí! ¡No dejes la chaqueta ahí!
Entre él y su esposa hay un muro invisible que los separa. A pesar de estar tantos años juntos, ahora pareciera que no se conocen. Ella nunca había oído hablar de bombas, y turbinas, y compresores. No dice nada. Aguarda, pacientemente, a que él termine de hablar, lo mismo cada día. Sólo cuando lo oye andar por el pasillo y abrir y cerrar su puerta, sólo entonces siente que se afloja esa mano férrea que le oprime el estómago.--- ¡No hay descanso para una!---, se dice en silencio. Ella se asombró con la rapidez con que su vida empezó a girar en torno a la inutilidad de su esposo.

Él enciende el televisor, más bien para sentir la voz de otros, como única compañía. Luego lo vuelve a apagar y vuelve el silencio, ese silencio doloroso al no tener con quien conversar.
En la pared hay algunas fotos, y una destacada donde están con quienes fueron sus compañeros de trabajo. Él se observa mucho más delgado en aquella imagen y sus compañeros también. Con su mano los recorre, uno a uno, como queriendo grabar en esa imagen el nombre de cada uno de ellos, para no olvidar. Ya casi no recuerda cuando fue la última vez que estuvo conversando y riendo con ellos. Ya varios no están. Ya no va quedando nada. Sólo esa mano invisible que le aprieta el estómago y que no puede evitar. Y siente como que cada día le van quitando otra pequeña parte cada vez. Cada día un poco más. Y siente que se va acabando, lenta, inexorablemente. Y se pregunta porqué. Pero él sabe que no es más que lo que va quedando de aquello que fue. Todo se lo han quitado. Solo le queda ese vacío cada vez más grande, que duele más cada vez.

No sabe porqué le duelen las manos, ni cuándo empezó. Quizás siempre estuvo ahí y no lo quiso sentir, pero él sabe que no. El espejo le devuelve su imagen, su propia imagen. Él se mira y se ve. Es él y no puede decir que no. Mira la agonía de aquella imagen, que es su propia agonía. Y esa foto en que le sonríen y esas risas ahora las siente como una burla, igual que aquel reloj esquivo del velador que le regalaron en su despedida. En ese regalo comprendió que aquel día comenzaba el fin de la historia de su vida.
Caminó hasta su cama y se sentó. Se miró las manos, largamente, y luego se acostó, escuchando los ruidos que le llegaban desde la calle.

Jorge Rubio Cárcamo
Quilpué- Chile