domingo, 9 de noviembre de 2008

Por: Cara de Cuy

A mis once años no pensé nunca que viajaría a otro país y menos a un país como Suecia, tan remoto a lo que yo conocía como mundo. Mi mundo a esa edad consistía de un amigo fanático por la caza de pájaros y lagartijas. Este chico era gordo, con lentes y unos frenillos que intentaban enderezar unos dientes de color oscuro, desteñidos al parecer por su alimentación que aparentemente consistía de excremento, el tufo que salía de esa boca descompuesta era terrible. Este chico recorría todos los cerros habidos y por haber en busca de sus animales, esas pobres víctimas permanecían semanas enteras cautivadas bajo condiciones precarias y sin alimento. Yo siempre lo acompañaba en sus hazañas, me sorprendía la terrible brutalidad escondida bajo su apariencia anormal. Las lagartijas las atrapaba con teatina, a esta paja le hacía en la punta una especie de nudo de horca. La finura que le aplicaba al instrumento de caza era impresionante, minuciosamente pasaba la punta de la paja entre nudos perfectos para que en el momento de la cacería nada fallara. Después que atrapaba una lagartija le cortaba la cola y observaba como esta seguía revolviéndose, eso era el clímax para él. Su brutalidad no le permitía ser piadoso y por eso después que la cola dejaba de bailar apedreaba el cadáver o terminaba quemándolo. El destino de los pájaros era más terrible ya que estos después de ser atrapados pasaban días sin alimento y agua. Para los pájaros la muerte llegaba paulatinamente y el gordo disfrutaba vehemente el momento en cuando las aves terminaban de respirar. Después de eso no había tiempo para velatorios y cosas por el estilo, arrojaba los pájaros sobre una fogata y salía nuevamente con su trampa por los cerros. Ahora con un poco de conocimiento sobre las personas les puedo asegurar que era un retardado mental y que la obsesión de cautivar animales y torturarlos era un desquite contra su mundo insuficiente.

Nunca entendí su obsesión de ser mi amigo, yo no lo trataba muy bien, hasta le maté un perro. Un día jugando a la pelota en un camino costero ubicado sobre un acantilado a doscientos metros de altura, el quiltro en un acto claramente desequilibrado salió detrás de la pelota que iba en dirección al abismo, y como la pelota iba tan rápido el can no alcanzo a frenar. Seguramente golpeó un par de veces en las rocas para después dar en el mar. Dicen que los perros se parecen mucho a sus dueños, en este caso creo que era así.

Este gordo era un subordinado y me servía como mensajero cuando quería engrupirme a la chica más codiciada del barrio. Ella tenía el pelo rubio y unos ojos marrones que brillaban cada vez que me miraba. Ella absorbía toda mi energía, me pasaba todo el día atontado esperando que pasara por frente de mi casa (bueno, no sé si se le puede llamar casa a un departamento de treinta metros cuadrados). Salía a comprar el pan o cualquier mandado de mi madre para toparme con ella. Le escribía cartas donde le declaraba abiertamente mi amor, lloraba a escondidas por la ansiedad de tener que dormir y no poder estar cerca de ella y sentir ese aroma dulce que la rodeaba. Seguramente también estaba enamorada de mí, pero eso nunca lo llegué a saber, ya que el viaje a Suecia distorsionó toda mí vida y no alcancé a concluir con mis cosas pendientes.

Después de unos años volví a verla y les puedo asegurar que no era muy encantadora y me arrepentí mucho de esa vez que me agarré a manotazos con un cachetón del barrio que según él sabía karate y que estaba dispuesto a quitarme a la mina del suburbio. Ahora viejo no sabría decir si este imbécil dominaba ese arte marcial, pero les puedo asegurar que la tunda fue en grande, me sacaron la cresta.

Cuando le contaba al guatón sobre el viaje no sabía explicarles donde quedaba Suecia, siempre confundía Suecia con Suiza. Lo único que le decía: “queda a la chucha”, eso si que quede muy asombrado cuando descubrí que no quedaba “a la chucha” sino más allá.