martes, 11 de septiembre de 2012


Visitas
 Por: Marco Minguillo
Foto: Igor Videla

“Esa tarde íbamos en un taxi y nos dirigíamos hacia la casa de unos familiares. Ella estaba sentada a mi lado y hablábamos de nuestros planes matrimoniales. En esos instantes, creo que fue al dar la vuelta en una esquina cuando escuché disparos, sonido de vidrios que se rompían y gritos. Muchos gritos. No comprendía nada en esas milésimas de segundos. Sólo sentí pánico y me abracé a ella. De pronto, el auto chocó, no sé si fue contra una pared o un muro, y nuestros cuerpos volaron hacia adelante. Recuerdo que levanté la cabeza con dificultad y mi mirada se posó en la cabeza calva del taxista, que colgaba en desarmonía de su tórax. Manchas de sangre por todas partes y el rostro de ella, más pálido que nunca, pegado a mi pecho. Sus ojos abiertos, despavoridos, me miraban desde el otro lado del mundo y sólo pensé en abrazarla nuevamente, con todas mis fuerzas, en medio de ese torbellino de sudor y sangre…”


La mujer de cabello corto y rubio, vestida con jeans y zapatillas, está sentada frente al hombre, con las piernas cruzadas, y anota con interés lo que él le va narrando. La mujer le alcanza, con delicadeza, unos pañuelos de papel y el hombre, cabizbajo, hundiendo las pupilas en el suelo trajinado, se va secando las lágrimas.

Es la cuarta vez que ellos se encuentran en esa oficina, desde cuyos ventanales se divisan edificios amarillentos, la vía del tren besando las aguas de un lago en deshielo y atrás, bosques inconmensurables de pinos y abedules que se difuminan en la niebla.

El hombre le dice que ya no desea hablar más por el momento. Escucha que la voz de la mujer lo trata de calmar y alentar, para finalmente recibir una nueva cita. Se volverán a encontrar dentro de una semana y se despiden dándose las manos.

Luego de unos cinco o diez minutos, la mujer concentra el interés en su agenda del día, lee mentalmente un nombre femenino árabe y sale a recoger a su nueva visita, pasando por corredores largos, iluminados, en donde hay puertas cerradas y abiertas, desde donde atisban papeles sobre escritorios, computadoras y tazas de café. Antes de abrir la puerta, que da hacia la recepción, piensa en la visita que recibirá y en las calles desangradas de Bagdad.


¡Veo que llevas 10 minutos sin teclear!

198 minutos trabajados, 120 palabras escritas, iniciado sesión en Facebook desde las 09:32...

Por: Amina Harnafi

Que la tecnología tiene una relevancia muy importante en nuestra sociedad es más que evidente. Tanto que existen programas informáticos capaces de supervisar todos los actos y movimientos que hagamos en nuestros ordenadores. Saber las veces que entramos en una red social, lo que hemos escrito en nuestro ordenador o hasta las veces que hemos jugado al solitario, ya no es tarea difícil.


Cada vez son más las empresas que se apuntan a la moda de vigilar a los empleados, o como las empresas prefieren llamarlo, velar por la seguridad de los trabajadores y aumentar la productividad de la empresa.

Las empresas, con tal de elevar sus ganancias hacen ya casi cualquier cosa, pero no tienen en cuenta que una persona resulta ser más productiva cuando recibe un sueldo justo por el trabajo hecho y que se le valora.

El control y la vigilancia pueden rozar la ilegalidad. Y una opinión totalmente contraria a la idea puramente laboral refleja que esto puede ser una invasión a la persona y privacidad de la misma. Los trabajadores no son robots, son personas con derechos y libertades, no sólo fuera del trabajo, sino también dentro.

Hay programas que pueden hasta controlar nuestros más mínimos movimientos. Trabajar en una empresa donde hasta el latido de mi corazón se busca monitorear, y en donde cada tecla que pulso puede mostrar lo que escribo y a quién se lo escribo, no habla más que de una dictadura dentro de la misma empresa y es una invasión de los derechos de los empleados.

El exceso nunca es bueno, y lo mismo sucede cuando hablamos de control, hay empresarios que abusan del control y acaban coartando la libertad de sus empleados. Estar y ser vigilado no es ninguna solución. El tiempo que dediquemos a una actividad no tiene porqué ser proporcional al resultado obtenido. Aún así la picardía del hombre seguirá intentando engañar a estos sistemas autoritarios.