miércoles, 24 de noviembre de 2010

RACISMO, DISCRIMINACIÓN SOCIAL Y COMPLEJO DE INFERIORIDAD
¡VIVA CHILE!


Por: Jorge Rubio

No hay ningún ser humano que sea superior a los demás. La única diferencia es el conocimiento o educación de cada persona, o el grado de estupidez que se aloja en su cerebro.

La discriminación racial es un concepto que suele identificarse con el de racismo, aunque ambos conceptos no coinciden exactamente. Mientras que el racismo es una ideología basada en la superioridad de unas razas o etnias sobre otras, la discriminación racial es un acto que suele tener su origen en una cuestión ideológica, aunque no siempre es así.

El concepto de la Discriminación Racial abarca desde una broma bien intencionada hasta la implementación de Políticas de Estado o Criterios de Estado que colocan a las personas de determinado grupo racial en una condición de marginación social, sin los canales correspondientes para que de manera colectiva puedan salir de esa condición. Menosprecia y subvalora la organización cultural, social, religiosa de un grupo en particular.

¿Es Chile una sociedad racista?

En nuestro país, la discriminación racial ha sido muy fuerte, aunque disimulada. De niños nos marcaron, peyorativamente, con el mote de “pelusa”, “guacho”, “roto”, etc. etc. a quienes viven en condiciones de pobreza. Ya mayores escuchamos el cínico “pobre, pero trabajador”, “morenito, pero simpático”, o de “indios” a “aquellos porfiados”. Dichos que, si bien pueden no ser conscientemente malintencionados, muestran la profundidad en que está alojada en la cultura de las personas.

Hoy somos parte, o testigos, de dos de los casos más emblemáticos que atraviesan nuestra sociedad en esto del racismo: El desprecio con el que los chilenos tratan a los habitantes de países como Perú o Bolivia es redundante. Como así también la invisibilización del mestizaje en nuestro propio país.

Un ejemplo más fresco de este racismo inherente se ha dado con los ciudadanos peruanos que llegaron al país buscando mejores expectativas y que han sufrido la "acogida del chileno". Muchos de ellos viven hacinados, reciben los peores trabajos, con salarios que muchas veces están por debajo del salario mínimo, debido al aprovechamiento que hacen los empleadores de su situación irregular, no teniendo ninguna protección laboral y al margen de los sistemas de salud, educación y vivienda. A lo que se suma la acusación desde los sectores más pobres económica y culturalmente de nuestra población, “de que vienen a quitarles el trabajo a los chilenos”.

Estos brotes xenófobos, que suele surgir en el contexto de altos niveles de cesantía, tienden a permanecer en el tiempo, generando odiosidades que trascienden largamente el momento presente. Y esta odiosidad se focaliza en los peruanos. Y no importa que estos sean bolivianos o ecuatorianos.

Hasta el año 2002 (censo de ese año) teníamos que la principal colonia extranjera correspondía a la colonia de argentinos con un 26%, seguida por la colonia de peruanos con un 21% y bolivianos con un 6%. En menor cuantía se ubicaban brasileños, venezolanos, colombianos, uruguayos y paraguayos. Pero nadie en Chile reclamó ni reclama contra la presencia de argentinos, ni menos por la invasión del campo laboral por parte de éstos. Es sólo cuestión de color de piel.
Estadísticas del Departamento de Extranjería más recientes indican que los peruanos han pasado a ocupar el primer lugar de los inmigrantes en el país, aunque no existen cifras oficiales que permitan confirmar aquello.

La situación de los mapuches tiene su propia particularidad. El hecho de que los mapuches que han llegado a las ciudades en busca de trabajo estén focalizados en áreas laborales determinadas, tampoco es casual. Son sectores en los que no se les exige estudios, son labores de gran desgaste físico, y no se les ve demasiado. Es el caso de las panificadoras, la construcción y el servicio doméstico, reductos en los que se ha establecido la migración mapuche. Sólo es cosa de fijarse un poco y preguntarse por qué no hay cajeras/os en los bancos con rasgos mapuches, o vendedores/as de AFP o seguros, o en las grandes tiendas, por ejemplo.

El pueblo mapuche ha tenido que sufrir en el devenir histórico agresivas políticas racistas, colonialistas, genocidas, patriarcales, de enorme violencia estructural, las que, lamentablemente, se siguen proyectando hasta nuestros días. La actitud parcial y racista de las autoridades, de los servicios de seguridad y los tribunales de justicia lo ha dejado claramente establecido. Hoy se les niega a los pueblos indígenas, en general, que sean sujetos y titulares de sus Derechos. Reconocerlos sólo en aspectos folklóricos, son actos de mala fe, de racismo institucional y que contraviene la progresividad en estas materias que ocurre en el mundo.

En Chile, más que racismo lo que hay es discriminación social y complejo de inferioridad cuando nos comparamos a los habitantes del llamado "primer mundo".Existe una tendencia a sobrevalorar lo que proviene del exterior y no reconocer los elementos positivos de nuestra idiosincrasia. En esta visión errada influyen los medios de comunicación que alimentan prejuicios y desvirtúan la realidad, en favor de una clase social que venera el consumo, el poder económico, el arribismo y el anhelo de "igualarse" a eso que consideran “superior”. Un ejemplo clásico de esto es el empleo, cada vez mayor, de la invasión de palabras del idioma inglés en nuestra relación cotidiana, en desmedro de nuestra propia lengua

El racismo nace de la ignorancia, nace del considerar "lo nuestro" como superior a "lo ajeno" - lo que puede empezar con un simple patrioterismo barato y terminar con un pueblo tratando de exterminar a otro.

La única razón del por qué existen personas que creen que son superiores en alguna forma a los demás es debido al egoísmo y falsos conceptos, que las clases dominantes deliberadamente acentúan para poder tener carne de cañón para sus guerras sin sentido y poder perpetuar su dominio a través de la ignorancia.


Por: Oscar García

Foto: Igor Videla

Parece que hoy se les olvidó que sufren de estrés y que no pueden detenerse en la calle por cualquier cosa. Será porque no pueden aguantar la curiosidad. Al salir del supermercado frenan como aprendiz de conductor ante la luz roja de un semáforo, aspiran y dicen: “¡Dios mío!, ¿qué ha pasado?”
Por supuesto, todos los presentes escuchan la pregunta. Pero nadie la contesta. Es que todavía les queda un poco de discreción, discreción de la sueca, que es de la mejor calidad. Y es comprensible. ¿Por qué habría alguien de responder, si quien hace la pregunta se la hace al aire y no a alguna de las personas que están ahí? Y la verdad es que los que preguntan tampoco esperan contestación. Ponen las bolsas repletas de víveres en el suelo, aspiran con cara de asombrados y lanzan luego la pregunta como si ésta fuera un anzuelo. No quieren rebajarse a tocarle el hombro a un desconocido y preguntarle qué es lo que ha pasado. Son curiosos, pero no tanto.
No obstante, siempre hay una vieja que quiere contar lo que sabe, aún cuando sus datos carezcan de toda sensación, y a pesar de que nadie le ha preguntado nada directamente.
─Lo mataron.
─¿De veras? ¡Qué terrible!
Yo no entiendo por qué aparentan estar consternados, si lo que más desean en este momento es encerrarse en sus herméticos apartamentos y olvidar lo que acaban de ver. Sin duda tomarán un baño caliente al llegar, para limpiarse las manchas de este incómodo contacto con la realidad.
Odio verlos arremolinarse alrededor de mi cuerpo. Me recuerda la vez que recogí una rana muerta del suelo, después de un aguacero, y se la tiré al Chinillo. Al Chinillo le gustaba bromear, pero esta broma no le hizo gracia. Más bien paró mi risa cuando me dijo: “A mí no me gusta jugar con animales muertos, porque los que me maten quizás van a jugar con mi cuerpo de la misma manera”.
Yo no sé bien qué pasó con el Chinillo, de lo único que me enteré es que lo desaparecieron. En realidad tenía años de no acordarme de él. Pero ahora que estoy tirado en una calle de Estocolmo, despatarrado como una rana muerta, sus palabras y su rostro abetunado se apoderan de mi mente.
Estoy con la cabeza de lado y el brazo derecho doblado hacia atrás, como si un policía de la peor calaña me hubiera capturado y me estuviera presionando contra una pared o un autobús.
―¿Usted vio lo que pasó?
―No, yo acabo de llegar. Pero dicen que el muchacho había robado algo en el supermercado...
¡Mentira! Lo único que hice fue pasar por la caja sin detenerme, pero fue porque no iba a comprar nada. Entré a buscar un baguette y no había. ¿Qué se suponía que debía hacer?... Por suerte puedo oír lo que dicen allá abajo, puedo escuchar sus mentiras.
Las puertas del supermercado se han vuelto locas. No saben si abrirse o cerrarse. La gente entra, sale, pasa y se detiene. Los empleados se ven preocupados. No debe ser agradable tener un cadáver frente a la puerta. Una cajera me mira y vuelve inmediatamente el rostro, haciendo una mueca de repugnancia. No la culpo. El cuerpo que hasta hace unos minutos era yo, ahora no es sino una masa que tiende a pudrirse cuanto antes.
Un tipo con cara de sabiondo se acerca a mí y me observa como si yo fuera una pieza de museo. ¡Qué ganas me dan de pararme y darle una bofetada que lo despoje de los lentes! ¡Pero no puedo! A pesar de mis esfuerzos, no logro mover un sólo músculo. Es claro que mis deseos ya no controlan mi carne.
―¿Habrá sido el guardia del supermercado quien le disparó?
―¿Cómo va a creer? Usted quizás viene del Tercer Mundo. ¿No sabe que en Suecia los guardias no pueden portar armas?
Cuando salí del establecimiento escuché una detonación y sentí algo que me quemaba la espalda. Perdí el aliento, caí de bruces, mi cara se estrelló en el pavimento. Me dio vergüenza verme así, pero de repente me sentí tan cansado que ni siquiera intenté levantarme. Recuerdo también que cerré los ojos. Y después no sé lo que pasó, ignoro cómo llegué hasta aquí.
Siento angustia al ver mi cuerpo tan lejos de mí, angustia y una creciente nostalgia. Quiero regresar. ¡Quiero vivir! Me asustan las sirenas que se acercan atravesando la ciudad. Son ladridos de perros bravos, que pronto estarán babeando junto a mí.
─¿Qué pasó?
─No sabemos. Parece que alguien le disparó por la espalda.
Cuando los policías se agachan surge en mí la esperanza de que alguien diga que estoy vivo, aunque en el fondo sé que esto no puede suceder.
─¿Alguien lo vio?
─No, sólo escuchamos el disparo.
─Disculpe, yo vi a un skinhead un momento después. Se fue por allá. Iba con una chica de cabello largo y rubio.
Sí, yo también los vi. Pero ellos aún estaban dentro del supermercado cuando yo salí, y no creo que hayan corrido como locos para darme alcance. Además, ¿por qué habrían esos jóvenes de quererme matar, si yo no los conozco, ni ellos me conocen a mí?
─¡Háganse a un lado, por favor!
Aquí se acabaron todos mis sueños. ¿Para qué estudié? ¿Para qué amé? ¿Para qué abandoné mi país? Mañana tenía mi último examen de sueco, y al día siguiente me iba a encontrar con María. ¿Y qué pasará con mis cuentos y mis poemas?
Mi nostalgia se agranda cuando veo las nubes azules que poco a poco se han venido posando sobre mi cabeza. Nubes frías y enigmáticas, inexpugnables. Me están esperando, lo sé.
─¿Podría darme usted alguna señal? ¿Ropa, edad, color de la piel…?
─El que yo digo se parecía a él.
La señora me señala y asegura que después del disparo vio correr a alguien como yo.
─¿Cree usted que se trata de un ajuste de cuentas?
¡Maldigo mis oídos! ¿Es esto el infierno, o qué? ¿Qué ajuste de cuentas? Yo no tengo enemigos y no le debo nada a nadie. Soy una persona común y corriente, aunque tenga el pelo negro. No traten de encontrar sensaciones. Por culpa de una bala me he convertido en una conciencia fuera de una rana muerta. ¡Pero eso no les da derecho a decir cualquier cosa de mí!
―¡Permiso, por favor!
En el preciso instante en que los enfermeros me tocan, adquiero total ingravidez. Subo a vertiginosa velocidad. Me voy.
Cuando miro hacia abajo veo cómo lo que fue mi cuerpo es cubierto con una manta y luego es colocado dentro de la ambulancia. Y cuando miro hacia arriba no veo nada, sólo nubes, sólo nubes azules...