domingo, 27 de noviembre de 2011


(A propósito de la crisis económica y la lucha de los estudiantes en Chile)
Por Culpa De La Crisis Del 32


A mi padre

Por: Cecilia Valdés

Por culpa de la crisis del 32, muchos niños en Chile no pudieron continuar estudiando, tuvie-ron que salir a ganarse la vida de cualquier forma. Uno de esos niños fue mi padre, tenía 13 años, estudiaba en el Liceo, era inteligente, pero –como era uno de los menores de ocho her-manos- tuvo que sacrificarse, para ayudar al mantenimiento de la familia.

Mi abuelita Inés hacía pan amasado, empanadas, hasta helados, y mi papá salía a venderlos; la familia vivía bien, en una buena casa, y siguieron manteniendo la apariencia, como acostumbra la gente de clase media. Para los más pobres, el Estado había dispuesto “las ollas del pobre”, miles hacían denigrantes colas por un plato de comida, la gente de clase media no lo hacía...Mi papá contaba que él, por su cuenta, hacía la cola y llevaba de esa comida a casa; seguramente sólo su mamá sabía de dónde la traía, lo importante era que ésta era de buena calidad y necesaria.

En las noches –contaba mi papá- iba a vender calugas al Coliseo Luna Park, donde había campeonatos de boxeo; éstos terminaban tarde en la noche, el Coliseo quedaba retirado, mi papá se iba caminando a su casa y –por si lo asaltaban, llevaba piedras en el bolsillo para de-fenderse (yo pensaba, cuando lo escuchaba, “cómo se iba a defender ese niñito de sólo trece años”).

Mi papá se las ingeniaba de mil maneras para aportar a su casa, iba por ejemplo al cerro “a buscar oro” –(no creo que haya encontrado). Un día, andaba en eso, cuando se encontró con todos sus ex compañeros de curso del Liceo que andaban en excursión. Le dieron vuelta la espalda y se mofaron de él, menos un niño, que había sido muy amigo suyo: Miguel Orriols, hijo de médico; se acercó a él y abrazándole le dijo: “mi amigo Roberto, me alegro de verte”... ¡Qué lección le dio a todos!... Miguel Orriols llegó a ser médico como su padre y siempre que veía a mi papá le decía: “mi amigo Roberto”; fue él quien puso en tratamiento a mi madre para que pudiera nacer yo y, por él, mi padre le puso Miguel a mi sobrino.

Así fue, que por culpa de la crisis del 32, mi padre no pudo continuar estudiando...
Más Allá del Final (Cuento)


Por: Jorge Rubio Cárcamo

Era temprano esa mañana cuando se despertó. Al tiempo que se incorporaba en la cama alargó su brazo derecho hacia ese costado tanteando el reloj que dejaba en el velador. Su mano lo palpó y enseguida lo cogió. Al reincorporarse a la cama sintió que el reloj se le soltaba de la mano y caía al piso de madera. Instintivamente, pensó en levantarse y recogerlo, pero desistió. Recordó, entonces, que no era la primera vez que se le caía en este último tiempo. Y tampoco era sólo el reloj. Sus anteojos ya se habían dañado un par de veces al caerse de sus manos, y el lápiz que cada vez le costaba más sostenerlo. ¿Es sólo la mano derecha, o las dos? Intentó recordarlo. No sabía a qué se debía esa debilidad en sus manos, ni cuándo empezó.--- ¿O es sólo mi torpeza? No: soy bueno con mis manos. Siempre fui bueno con mis manos---, pensó. Lo único que sentía era esa molestia en los dedos al levantarse. También sabía que no era nada malo, sólo el frío, que pronto se quitaría. Nada era impedimento para hacer bien su trabajo. Siempre fue así, durante muchos años.

En la cortina de la ventana se empezaba a divisar la claridad que anunciaba un día soleado. Todo era silencio. A ratos llegaba hasta sus oídos el ruido de algún vehículo lejano. Recorrió con la mirada las manchas del techo, tantas veces recorridas y, por lo mismo, tan familiares. Por un momento jugó a hacer figuras con ellas hasta que, irremediablemente, como cada mañana, su pensamiento se escapó de aquella pieza y pensó en quienes habían sido sus compañeros de trabajo, en aquellos compañeros de muchos años, y su memoria trajo aquellas imágenes que se negaban a abandonar aquel rincón donde guardaba esa parte grande de su historia. Y recordó las tares compartidas entre la tertulia, cuando reían y reían. Aquellas largas conversaciones y discusiones, de cualquier cosa. Y siempre reían, agrupados después de la colación o a la hora del café. Más conversaban de fútbol, y organizaban partidos, y él jugaba siempre… o casi siempre. Trató de recordar cuándo ya no jugó más a la pelota. Quizás dejó de gustarle. No lo recordaba. Sus antiguos compañeros se fueron marchando, uno a uno. Aquellos con quienes compartió un camino común de tantas jornadas durante tanto tiempo, se fueron, dejando sólo un recuerdo en ese enorme vacío. Otros más jóvenes fueron llegando durante los últimos años y se fueron incorporando al trabajo, con otras costumbres y otros intereses, y ahora eran esas manos intrusas las que fueron ocupando los puestos y herramientas de quienes fueron sus compañeros de tantos años. Desde entonces las cosas no siguieron el cauce acostumbrado, algo invisible las torció. Ellos, ahora, conversaban de temas que él no conocía o no entendía. Quizás por eso guardaban silencio en su presencia. No recordaba cuándo empezó a sentirse solo.

Hace unos días se despertó, a la misma hora, y se levantó. Caminó unos pasos alrededor de la cama, miró por la ventana, y se volvió a acostar. Aquel fue el día en que tomó conciencia que ya no tenía que levantarse a trabajar. Ese primer día que sintió que algo le faltaba, que le habían cercenado una parte importante de su vida. Arropado en su cama trataba de eludir ese pensamiento mirando las manchas del techo, no obstante, sintió esa molestia en la garganta que le señalaba que ese sería el día más doloroso, porque sentía que ya no tenía el motivo de cada día y que le quitaban algo que siempre estuvo ahí. Él sabía que llegaría ese día, aunque se resistiera y no quisiera saber. Igual tenía que llegar.

Ahora se levanta cada día al amanecer. Recorre la casa y luego se asoma a una de las ventanas que miran a la calle y ve a la gente apurada a sus trabajos. Algunos corren. Él ya no sale a la calle como ellos y sólo los contempla desde su ventana. La mayoría de los días se queda en su dormitorio, sintiéndose desorientado y perdido. A veces se mete a la cocina, abre las puertas, los cajones, y observa su contenido y los cambia de posición y los vuelve a poner en su sitio al recordar que está invadiendo la existencia de otra persona.
Deambula por la casa, invariablemente. Desde la cocina camina hasta el comedor y luego sube al segundo piso y de nuevo hasta abajo, para acabar siempre en su habitación, sentado en la cama, mirándose las manos, y es cuando lo invade la nostalgia y echa de menos a sus compañeros de trabajo, y, más que nada, su trabajo.


¡Qué hacer entonces en esa casa extraña! Con esa mujer que lo critica, incansablemente: --- ¡Son recién las siete, y ya estás levantado! ¡Otra vez lo mismo! ¡No pongas eso ahí! ¡No dejes la chaqueta ahí!
Entre él y su esposa hay un muro invisible que los separa. A pesar de estar tantos años juntos, ahora pareciera que no se conocen. Ella nunca había oído hablar de bombas, y turbinas, y compresores. No dice nada. Aguarda, pacientemente, a que él termine de hablar, lo mismo cada día. Sólo cuando lo oye andar por el pasillo y abrir y cerrar su puerta, sólo entonces siente que se afloja esa mano férrea que le oprime el estómago.--- ¡No hay descanso para una!---, se dice en silencio. Ella se asombró con la rapidez con que su vida empezó a girar en torno a la inutilidad de su esposo.

Enciende el televisor, más bien para sentir la voz de otros, como única compañía. Luego lo vuelve a apagar y vuelve el silencio, ese silencio doloroso al no tener con quien conversar.

En la pared hay algunas fotos, y una destacada donde están con quienes fueron sus compañeros de trabajo. Él se observa mucho más delgado en aquella imagen y sus compañeros también. Con su mano los recorre, uno a uno, como queriendo grabar en esa imagen el nombre de cada uno de ellos, para no olvidar. Ya casi no recuerda cuando fue la última vez que estuvo conversando y riendo con ellos. Ya varios no están. Ya no va quedando nada. Sólo esa mano invisible que le aprieta el estómago y que no puede evitar. Y siente como que cada día le van quitando otra pequeña parte cada vez. Cada día un poco más. Y siente que se va acabando, lenta, inexorablemente. Y se pregunta porqué. Pero él sabe que no es más que lo que va quedando de aquello que fue. Todo se lo han quitado. Solo le queda ese vacío cada vez más grande, que duele más cada vez.
No sabe porqué le duelen las manos, ni cuándo empezó. Quizás siempre estuvo ahí y no lo quiso sentir, pero él sabe que no. El espejo le devuelve su imagen, su propia imagen. Él se mira y se ve. Es él y no puede decir que no. Mira la agonía de aquella imagen, que es su propia agonía. Y esa foto en que le sonríen y esas risas ahora las siente como una burla, igual que aquel reloj esquivo del velador que le regalaron en su despedida. En ese regalo comprendió que aquel día comenzaba el fin de la historia de su vida.
Caminó hasta su cama y se sentó. Se miró las manos, largamente, y luego se acostó, escuchando los ruidos que le llegaban desde la calle.

Quilpué- Chile